EL VICIADO TACTO DE LAS MANOS


Desnuda y desposeída frente al espejo se acariciaba el cuerpo. Mantenía la vista fija en el movimiento de sus manos, contemplando como se diseminaban en círculos y en línea recta, constatando que era el movimiento más placentero que la acompañaba; una vez más, dispuestas a recoger sus vísceras que se sacudían en el suelo como serpientes desatando su furia, buscando el refugio del cual habían sido expulsadas. Aquellas manos impenetrables, se mostraban serenas, al igual que un alma turbia, libres del germen de la moral, habiendo recorrido lo llano y lo profundo, eternamente pervertibles, con el temor de materializarse demasiado, satanizadas hasta la más invisible cicatriz, encontrando tranquilidad en el contacto, sin más que esperar en silencio para desgarrar la sombra del cuerpo, sosteniendo diluvios cada vez menos controlables, saliendo de sus dedos ramas frondosas que esperan a que un pájaro llegue a hacer nido sobre ellas, agitando pantanos propios y ajenos, en los que se sumergen las bestias más repulsivas, evitando las rutas para así perderse, aguardando la humedad para la ocasión, vertiéndose para recogerse a sí misma, llevando enroscada la soledad como anillo de compromiso, esas manos que en el intento por desabrochar los botones del alma, terminan bañadas en sangre, convirtiéndose en un cúmulo de recuerdos ahumados, acuchillando ganas hasta sacarles los más irreconocibles fluidos, buscando golosamente asesinar con cada movimiento, mitigando palpitaciones, queriendo armar lo que está roto, intentando quitar la costra de la miseria humana que en ocasiones llegaba a acompañarla, consolando dudas, amansándolas, removiendo la tierra que cubre los pensamientos, desgastadas por el continuo golpe a las paredes, de meterlas en el fuego sin nada a cambio, despertando la curiosidad de los cuerpos con cada caída, extendiendo los dedos para traspasar la metáfora del tacto, iniciando un acto de fe, un compromiso moral que cada vez es más líquido, susceptible de ser tocado y explorado, haciendo de los dedos un tejido que extrae las venas y humedece la noche, profanando caricias, buscando localizar los invisibles hilos que unen las manos al cuerpo para transformarlo, para descubrirlo, para descubrirse sacando la cabeza por la propia vagina evitando un ligero ahogo, despegarse como la postilla de verdín que se adhiere a la piedra, despellejarse, perder la carne con que se disfraza para sí mismo, triturar ilusiones y cabezas de ángeles, cargar el propio desmoronamiento mientras se espera aquellas manos, dejando de ser una mediocre urgencia para poseerse a sí misma.

Xururuca.

Hay una extensísima tela resguardándome del frio y arrojándome al infierno de las sensaciones Mi piel morena abrigo tostado quemado por mis genes que así lo dijeron Mi tela perfectamente ajustada a mi carne a mis huesos y a su olor a viejo Esos huesos son lo más antiguo de mí Mundo perfecto ocaso constante de los días que me tiñen alegrías y tristezas Mi tela que es el lienzo de las caricias y el receptáculo preciso de los golpes de otra tela que recubre otros huesos que han de golpearme toda por una pasión o por aberrante odio Esta piel que ostenta miles de bombas repletas de todas las sensaciones de estar vivo Mi piel que oscurece y se aclara Se eriza si la toca esa otra tela negra blanca amarilla rosada     las otras telas    las otras bombas     ¿el estallido de las bombas-sensaciones lo has sentido Te ha explotado toda la piel cuando te toca la piel de otras manos Has ensordecido Cierto? cuando la piel se hace autopista de caricias y agradeces al universo todos esos accidentes que ocurren para que puedas envolverte suave en la crueldad de sentir a boca llena La piel esa gran puerta llena del polvo del camino llena de vellos que te anuncian el temblor subterráneo que produce un mordisco un aruño un susurro al oído un anhelo un recuerdo o también el fatal frio de la ausencia de esa otra piel que fascina La fina capa que revienta el placer restregándose en otro cuerpo envuelto en más piel la delicada piel del sexo ese otro universo sensorial escondido y vivo mucho más vivo que la conciencia esa piel delicada suave y húmeda que pare ansiedades con solo pensarla La piel que se toca a sí  misma La piel que se enferma palidece y se ruboriza  La piel que se seca con el trasnocho de la vida La piel que recuerda y también olvida a otras pieles que le recuerdan y olvidan con otras caricias de otras pieles acariciables deseables entrañablemente cálidas o frías La piel que te castiga y te libera La piel del estigma de la vergüenza de la opulencia de la vanidad y el escondite La piel cubierta de penas y pereza La piel altiva  escandalo divino siempre ahí aferrada a tu carne La piel y la cicatriz esa bella marca de los viajes hacia las Ítacas el recado que todo el tiempo grita que has vivido que el pasado siempre está vivo allí en el reino de los muertos La piel es una gran mentira y como todas las mentiras es una cuestión meramente urgente y necesaria Un gran cerrojo callado Una tela elástica que impide que toda yo me desborde de carnes y me desangre al andar. 

Rafaela Vega.

LA TRINIDAD DEL ANILLO

Nidia debió haber pulido con gran esmero los tres aros de diferentes colores metalizados de la taza del sanitario. No sé hasta cuándo durarían a ese ritmo de limpieza, probablemente ya los habría renovado varias veces durante los años que dejé de venir a la casa. Lo mismo he pensado del juego de comedor, con la mesa rebordeada con los tres metales diferentes y las sillas, con el sentadero, las patas y hasta los adornos, también rematados de la misma manera; los marcos de los cuadros familiares, bueno, decir cuadros es un error, porque todos los retratos es esta casa están obligados a permanecer en círculos y óvalos, también tri-metalizados.

Mientras bebo el café que Nidia me preparó, trato de sentir los tres sabores metálicos en el borde del pocillo y de palpar la triple suavidad de las aleaciones en el límite del plato que lo acompaña.

No sé si alguien lo había notado antes. Yo lo noté cuando detallé en la puerta y sus ornamentos concéntricos, justo antes que la abriera para recibirme, fría, como lo esperaba. Luego, vi los cuadros, los retratos, después me percaté de la mesa y las sillas, pedí prestado el baño y allí seguí encontrando, en cada detalle, los tres anillos de tres aleaciones con oro, siempre en el mismo orden: amarillo en el borde, blanco en el centro, cobre en el corazón. Antes de terminar de beber el café, la exigencia llegó: “Devuélvemelo”, me dijo más fría que nunca. Le respondí que yo no lo tengo, que lo perdí que lo empeñé y no lo recuperé...

Entonces fue cuando saltó sobre mí, con una daga más pulida que la taza del sanitario. Ahora sí sentía el sabor del metal, en el filo, lo saboreaba en mi sangre, pero no sabía de cuál de los tres oros estaba hecha. Estaba dispuesta a matarme allí mismo y yo estaba dispuesto a morir. Le pregunté por qué lo quería. “¡Porque es mío!”, contestó y yo que ella lo perdió cuando me sacó de su vida… La verdad es que salí de su vida con el mayor cálculo, esperando el momento para regresar.

Luego pasó todo rápido. La sensación de estar mojado y la certeza de la mancha que será difícil de limpiar. El hedor de sus vísceras expuestas. El sonido hueco de su cuerpo al caer.

Pudiera quedarme a vivir aquí y disfrutar de toda la decoración, pensando que la hizo para mí. Pero no. Ya sin afán, saco el anillo de un cajoncito secreto que años antes horadé, bajo uno de los baldosines del mosaico en la pared del mesón de la cocina. Mis ojos se cortan con el fuego de sus tres aleaciones y me lleno de nostalgia. Ahora dudo si me lo llevo, como era mi objetivo al llegar aquí o si lo introduzco entre la mierda de sus vísceras y me voy, para que se funda la trinidad de los metales en el horno de sus entrañas. Al fin y al cabo, siempre supe que ella lo quería más que yo. Terminaré el café, lo decidiré luego.

WILLIAM HURTADO GÓMEZ
Cartagena, Mayo de 2012