LA TRINIDAD DEL ANILLO

Nidia debió haber pulido con gran esmero los tres aros de diferentes colores metalizados de la taza del sanitario. No sé hasta cuándo durarían a ese ritmo de limpieza, probablemente ya los habría renovado varias veces durante los años que dejé de venir a la casa. Lo mismo he pensado del juego de comedor, con la mesa rebordeada con los tres metales diferentes y las sillas, con el sentadero, las patas y hasta los adornos, también rematados de la misma manera; los marcos de los cuadros familiares, bueno, decir cuadros es un error, porque todos los retratos es esta casa están obligados a permanecer en círculos y óvalos, también tri-metalizados.

Mientras bebo el café que Nidia me preparó, trato de sentir los tres sabores metálicos en el borde del pocillo y de palpar la triple suavidad de las aleaciones en el límite del plato que lo acompaña.

No sé si alguien lo había notado antes. Yo lo noté cuando detallé en la puerta y sus ornamentos concéntricos, justo antes que la abriera para recibirme, fría, como lo esperaba. Luego, vi los cuadros, los retratos, después me percaté de la mesa y las sillas, pedí prestado el baño y allí seguí encontrando, en cada detalle, los tres anillos de tres aleaciones con oro, siempre en el mismo orden: amarillo en el borde, blanco en el centro, cobre en el corazón. Antes de terminar de beber el café, la exigencia llegó: “Devuélvemelo”, me dijo más fría que nunca. Le respondí que yo no lo tengo, que lo perdí que lo empeñé y no lo recuperé...

Entonces fue cuando saltó sobre mí, con una daga más pulida que la taza del sanitario. Ahora sí sentía el sabor del metal, en el filo, lo saboreaba en mi sangre, pero no sabía de cuál de los tres oros estaba hecha. Estaba dispuesta a matarme allí mismo y yo estaba dispuesto a morir. Le pregunté por qué lo quería. “¡Porque es mío!”, contestó y yo que ella lo perdió cuando me sacó de su vida… La verdad es que salí de su vida con el mayor cálculo, esperando el momento para regresar.

Luego pasó todo rápido. La sensación de estar mojado y la certeza de la mancha que será difícil de limpiar. El hedor de sus vísceras expuestas. El sonido hueco de su cuerpo al caer.

Pudiera quedarme a vivir aquí y disfrutar de toda la decoración, pensando que la hizo para mí. Pero no. Ya sin afán, saco el anillo de un cajoncito secreto que años antes horadé, bajo uno de los baldosines del mosaico en la pared del mesón de la cocina. Mis ojos se cortan con el fuego de sus tres aleaciones y me lleno de nostalgia. Ahora dudo si me lo llevo, como era mi objetivo al llegar aquí o si lo introduzco entre la mierda de sus vísceras y me voy, para que se funda la trinidad de los metales en el horno de sus entrañas. Al fin y al cabo, siempre supe que ella lo quería más que yo. Terminaré el café, lo decidiré luego.

WILLIAM HURTADO GÓMEZ
Cartagena, Mayo de 2012

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